martes, 24 de enero de 2012

Al final todo cabe en un bolsillo.


El portazo retumbó en toda la casa. Como si se hubieran roto un millón de cristales. Como si el mundo entero se hubiera venido abajo. Ella no creía que fuera a volver o tal vez no se creía merecedora de su regreso. Todo aquello seguiría en la sombra para siempre, dormitando hasta el día en que los viejos fantasmas deciden interrumpir la calma de los que juegan a vivir. Todos sus problemas, los reales y los que ambos habían inventado, alimentándolos hasta hacerlos poderosos. Así que, cuando volvió el silencio, cuando el ruido no fue más que un recuerdo, lentamente se vistió y cogió sus cosas. Hizo el equipaje por última vez, la maleta donde se guardan los trastos que nunca se vuelven a sacar ni a colgar en ningún armario. Cogió un papel y escribió una carta llena de culpa y de autocompasión. Una carta de sueños rotos y de amores que queman el alma. Una carta de arrepentimiento, por saberse en el camino equivocado y no tener el coraje de cambiarlo. Dobló el papel muchas veces y lo guardó en un bolso de un pantalón de quien había sido su mejor compañero, su mayor ilusión. Y se marchó. Abandonó aquella casa, y como tenía tanto miedo y tanta pena, no pudo más que correr. Corrió muy deprisa, corrió hasta que le dolió todo el cuerpo y el suficiente tiempo como para que regresar se le antojara imposible… y con respecto a la carta…quizá él nunca la leyese. Tal vez se haría trizas en la lavadora o la descubriese demasiado tarde. Aunque incluso ahora, es tarde también. Al final todo cabe en un bolsillo.