viernes, 1 de mayo de 2009

El poder de las horas



Clarissa Dalloway dijo que compraría las flores ella misma. Tomó esta decisión al comprender que si no lo hacía, nadie lo haría por ella. Toda una vida avalaba este pensamiento. No merecía la pena esperar.

El tiempo es muy valioso y ella estaba triste porque una vez más se había equivocado. Depositar la fe en el lugar erróneo se paga caro y una mujer siempre es experta en esto: La mujer y la decepción. Algún día escribiría sobre ello. Pero aunque el tiempo es valioso hoy sólo le quedaban fuerzas para lamentarse, para pensar en todo lo que no era y en las batallas perdidas.

Un ramo de amapolas para su fiesta en honor de los fracasos, por las promesas que nunca se cumplen porque la buena intención caduca a mitad de camino.

Sabía muchas cosas que no hubiera querido saber. Verdades inútiles que ni siquiera podían prevenirle del sufrimiento.

A la vida le pedía poder creer en algo. ¡Cuán efímeros son los rayos de luz que una persona desprende! Al final uno sólo puede pintar una cosa, tal vez porque el final es el mismo para todos.

Clarissa Dalloway tenía un rostro que no le correspondía, un cuerpo al que no reconocía su espejo. Su mente nunca estaba en buen lugar y a ningún viaje se llevaba maletas.

Sólo un día... sólo uno para el desengaño.

¿Qué hubiera pasado si aquel día las cosas hubieran salido bien? Ni siquiera fue capaz de apagar la luz. Cuánta torpeza...

¿Qué puedo hacer ahora?

Clarissa Dalloway se despertaba rodeada de excusas, comía rodeada de excusas, se acostaba rodeada de excusas. Ella misma era una excusa. Todo lo que se había inventado, todos sus intentos recubiertos por una densa capa de polvo, de hollín.

Y sí, ¿Qué puedo hacer ahora que he comprendido que no hay nadie a quien pueda agarrarme?

¿Qué puedo hacer ahora si sólo me quedan estas flores marchitas que un día compré para tener un motivo por el que maravillarme?

¿Dónde quedó la belleza?

La vida no era cruel, pero sin duda, algo había salido mal y era demasiado tarde para remediarlo.

Igual, si se tumbaba en el suelo desnuda y cerraba los ojos... no pretendía hallar ninguna respuesta. Lo único que quería era ser capaz de ver las cosas fáciles por un momento.

Harta de correr por laberintos, sin aire, sin sol. De ver puertas cerradas. ¡Oh! También estaban aquellas que se abrían y conducían a un abismo en cuanto las cruzabas.

Un ladrón vino una vez al alba y se lo llevó todo.

Un ladrón sin rostro, un ladrón vengativo, como todos los que roban la ilusión.

Clarissa Dalloway dijo que compraría las flores ella misma.

Ella era la eterna anfitriona que jamás recibía un gracias... sólo espaldas de indiferencia.

Pero le quedaba aquel ramo acomodado en su viejo jarrón, que adecentaba con gracia mientras saboreaba la amargura de aquello que alguna vez escuchó y hasta hoy no había comprendido: "Sólo hay una cosa que no perderé nunca. Y esa soy yo misma."


1 comentario: